Queridísima
Ari:
A
veces uno descubre las cosas importantes al final, como yo ahora mismo al leer
sobre la ética del “¡basta ya!”.
Logramos
el final que querías, una muerte digna en casa y con los tuyos, pero ¡qué largo
calvario desde el principio!
¿Te
acuerdas? Era un dolor más constante que el tuyo típico de la vesícula, casi en
el mismo sitio. No sé cuándo te empezó. Al médico le dijiste que un par de
meses, pero yo creo que llevabas con ello un par de años. Fuiste siempre una
mujer recia, un poco bruta contigo misma. Los dolores te parecieron siempre
cosas “normales”, que no valía la pena comentar. Además, claro, la vesícula
siempre la habías tenido bien por mucho que te molestara. A los médicos eso les
sorprendía, que una paciente tuviera dolor de vesícula típico sugerente de
piedras y que tuviera la vesícula normal. Decían exactamente “sugerente de
litiasis biliar”, pero nunca tuviste piedras por mucho que te estudiaran.
Terminaste
aprendiéndote aquello de “es mi punto débil, como otras tienen jaqueca o les
duele la regla”. Y con eso te consolabas y te parecía normal que de vez en
cuando te doliera ahí, en la parte de arriba del lado derecho de la tripa.
La
verdad es que tampoco te gustaba ir al médico. Para lo de tu vesícula fuimos
tres veces, que recuerde. Primero a ver al de cabecera, Dr. Hernández, luego ya
con un dolor muy fuerte a urgencias y de allí te mandaron al de digestivo. Y
ya. Te dijo el especialista que volvieras, pero ni atada. Hasta que tuviste que
hacer de nuevo “la rueda” al cabo de los años por el dolor de siempre, con el
Dr. Hernández en primer lugar, al que ya no le gustó nada tu aspecto. “¿Ha
adelgazado?” preguntó. “La veo más delgada de nunca. ¿Está a régimen por
algo?”. Y luego te miró los ojos y me preguntó: “¿No le ha notado este tono
amarillento del blanco de los ojos?”. La verdad es que no. Lo del picor también
le preocupó; escribió “prurito persistente”.
A
mí me había llamado la atención aquel picor tan raro, que te rascabas a cada
rato sin darte cuenta, pero no te quejabas. “Te estás rascando”. “Sí, no me
daba cuenta. Me pica todo el cuerpo, pero no es molesto”.
Lo
del picor no me gustó nunca nada y más después de ver “Caro diario”. El
protagonista empezó con picor y terminó con un cáncer, un linfoma. Al final el
que le orienta es un médico chino de terapias alternativas y eso que fue a ver
a todo tipo de médicos, hasta al “príncipe de los dermatólogos”.
No
es que pensara en cáncer, la verdad; pensaba en lo nerviosa que estabas. En
aquella temporada estabas muy nerviosa, entre el trabajo, con el imbécil del
nuevo jefe (aquel mequetrefe del PP que substituyó al tonto inútil del PSOE
tras las elecciones), y las bobadas de Lara, con su pre-adolescencia.
Lara
se ha portado fenomenal al final. Ya le bajó la regla y es una mujercita que
está cuidando de sus hermanos y de mí, como si fuera mayor. Me enternece su
fuerza de voluntad. Sigue yendo al colegio como siempre y estudia como siempre,
pero se cuida de todo como si pudiera sustituirte. Intento que salga con las
amigas, pero se resiste: prefiere quedarse en casa y jugar con sus hermanos.
¡Quién lo iba a decir! Ha pasado de ignorarlos a atenderlos con mimo. Me da
rabia, lo suyo ahora sería hacer el tonto con sus amigas. Espero que se le vaya
pasando poco a poco. No tiene sentido que pretenda tener responsabilidades que no
son de su edad. Además, claro, al principio con tu brusca ausencia sus hermanos
encontraron en ella un refugio, pero ahora las cosas se van normalizando y
prefieren aliarse de nuevo entre ellos dos. Son chicarrones muy brutos y a
veces le hacen daño a Lara cuando se ponen a pelear y terminan a empellones.
Especialmente Alex es fortísimo, del estilo de tu padre. Manu es más sensible,
menos violento. Pero los dos juntos llegan a hacer daño de verdad a Lara, si no
se retira a tiempo o si no intervengo. De lo demás vamos bien; los tres siguen
colaborando en la organización de la casa, desde compra a limpieza; siguen
aprendiendo conmigo a cocinar (me encanta enseñarles cada día platos más
complicados) y ahora están con el punto, haciéndose todos un jersey con los
colores de la bandera republicana.
¿Te
acuerdas cómo se despidieron de ti, cuando volviste del hospital y me pediste
que nunca más te llevara ni allí ni a urgencias, que no querías salir de casa
mientras te quedara un “hálito de vida”? [eso dijiste, "un hálito de
vida", ¡qué bonito!]
Todavía
se me rompe el alma. Tú ya apenas podías hablar, sólo muy bajito. “Lara, hija,
tú eres la mayor. ¿Me prometes que vas a cuidar a tu padre y que no te pegarás
con tus hermanos? ¡Ahora ya no estaré yo para tantas cosas…!”. “Lo prometo,
mamá. Seré buena como nunca. Te quiero mucho”.
“Y
vosotros, Manu y Alex, todavía tenéis que aprender a ser hombres. Sed buenos y
no os peguéis, y mucho menos os peguéis con Lara. Papá os necesitará a su lado,
que ahora estará solo”. Fueron incapaces de decir nada. Uno a cada lado de la
cama, llorando y dándote besos.
No
fue lo peor la muerte. En eso se portó bien el Dr. Hernández, pues vino a verte
a diario, habló sinceramente contigo y cuando ya no había nada que hacer te
puso aquella inyección que hizo dulce la agonía. Lo malo fue antes, los ocho
meses entre la primera consulta al de cabecera por el dolor y la decisión de
volver a casa a morir. Todo tiene un momento y cada cosa su tiempo, pero el
morir no se puede convertir en un suplicio. Consultas y más consultas, la baja
laboral, pruebas y más pruebas, citas y recitas, la vida alrededor del hospital
y de los médicos como si no hubiera unos hijos y un marido, como si no hubiera
una persona que además de mujer convivía con su cáncer. Te convirtieron en una
cosa con cáncer, ignoraron que eras una persona enferma. El tratamiento heroico,
la cirugía, la extirpación de un trozo de hígado, las complicaciones en la UVI,
los oncólogos turnándose y desconociendo todo acerca de ti, preguntándote casi
cuál era tu nombre, el último intento de la quimioterapia…¡la lucha y la
batalla contra el cáncer!
Te
escribo por eso, por la lucha y la batalla contra el cáncer. ¡No sabes el texto
tan bonito que ha publicado una enferma en “The Guardian”!
Dice
que si alguien se atreve a repetir aquella estupidez de “murió pero luchó
bravamente”. se levantará de su tumba para maldecirlo.
Esto
de las metáforas militares contra el cáncer es de estúpidos que ignoran lo que
es convivir con la enfermedad. Con esta enfermedad que surge de lo profundo,
quizá activada por productos químicos, quizá por radiaciones, o por otras
razones. Una enfermedad que es en realidad un “exceso íntimo” que se convierte
en un huésped indeseado, una parte de nosotros mismos que nos amenaza y
atemoriza. Me lo explicabas tú muy bien: “No es lo malo eso de tener cáncer,
Paco. Lo malo es lo que se espera de los pacientes con cáncer, como si
tuviéramos que ser perfectos, como si no tuviéramos miedo y desazón, angustia e
insomnio, como si no tuviéramos sentimientos negativos en todos los sentidos.
Por obligación hay que tener ganas de vivir y de enfrentar todo. Hay que
resistir incluso esta atención para idiotas de idiotas que me dicen que voy
mejor, que tengo que seguir luchando, que mañana hay una prueba pendiente, otra
más. ¿No se darán cuenta de que me estoy muriendo? ¿No tendrán piedad y serán
humanos? ¿Preguntarán alguna vez por mis sentimientos? ¿Me dejarán expresar mi
espiritualidad, mis ganas de encender velas y de meditar, de sentir que puedo
vibrar con las luces del amanecer y del atardecer? Aquí todo es pura biología,
pura tecnología, tan frío el metal de los aparatos como el corazón de muchos de
los médicos. Yo creo que les ha fastidiado eso de no prestarme a entrar en un
ensayo clínico con nueva quimioterapia, ¡pero si es por su propio interés, por
lo que les pagan los laboratorios!”.
Yo
le quitaba importancia a todo, excusaba a los médicos, me sumaba al “luchar y
batallar contra la enfermedad” (intentaba no decir “cáncer”), pero ahora me doy
cuenta de que tenías razón pues había como mucho una falsa piedad, una
apariencia de interés que disimulaba un desapego constante, una ignorancia de la
persona en su complejidad y, por supuesto, un casi desprecio de la familia y
amigos, como si molestáramos siempre. Entonces creí que habías perdido la
batalla, que te rendiste al pedir la vuelta a casa. Colaboré contigo por amor,
pero no lo entendí.
Esos
comentarios me llevaron a Internet hasta toparme hoy mismo con la ética del
“¡basta ya!”. Lloré leyéndolo. Fue increíble encontrar al fin la mirada
compasiva ante la muerte, el saber decir “hasta aquí hemos llegado y no vamos
más, dame la mano, deja de sufrir creyendo que fracasas en tu doloroso
batallar, descansa, busca la paz interior, recobra la dignidad que has perdido
en este luchar contra la enfermedad”. Es algo que no saben decir los médicos y
menos los oncólogos. En sus algoritmos falta una rama que lleve a una salida
digna que diga “Fin. ¡Basta ya!”. La muerte se entiende como fracaso y el
abandono de la lucha como una deserción.
Te
llevo enhebrada en las pupilas. Te llevo grabada en el corazón. “Tu párvula
boca que siendo tan niña me enseño a pecar”. ¡Cómo volvería a pecar si
volvieras a besarme como aquella primera vez, de adolescentes inmaduros y
ardientes! Tus hondas ardientes oquedades tan gustosamente rellenables. Tu
cálida piel, tu alegría y tu calma. Tu valentía e inteligencia.
Perdóname
por no haber sabido de la ética del ¡basta ya! y por haber creído que “perdiste
la batalla contra el cáncer”. En realidad la ganaste al morir en casa con
dignidad y saber decir no a la brutalidad del encarnizamiento médico, y sólo
ahora me doy cuenta.
¡Qué torpe he sido siempre!
Tu
Paco
NOTA
Este
texto se basa en un hecho real, en una carta enviada al autor por un
catedrático de universidad, de Barcelona, que descubrió el artículo de la ética
del “¡basta ya!” al poco tiempo de la muerte de su esposa.