1/03/12
Un cadáver fue mi primer contacto con el arte de curar. Había
empezado a cursar Anatomía Humana. Un gran salón intimidante, del lado
derecho sillas que daban la espalda a unas mesas donde reposaba algo que parecía un cuerpo . Ninguno de los estudiantes nuevos se atrevía a mirar hacia ese lado.
Al
rato comencé a percibir un particular olor muy rancio que aún hoy puedo
reconstruir mentalmente: formol. Yo jamás había visto un cadáver; la
impresión era de rechazo, estuve tentado de escaparme . Así
comenzó mi contacto con “el arte de curar”, con la muerte, desde la cual
se me pretendió enseñar cómo se podía entender al ser humano vivo.
Muchos años después entendí que ese cuerpo inerte no podía enseñarme casi nada de lo que hoy me resulta útil para aliviar a las personas que me consultan.
Ya
intuía qué tipo de médico no quería ser. Me remonto al curso de
ginecología: el profesor traía a una mujer internada al anfiteatro. Sin
mediar explicación, le ordenó que se desnudase de la cintura
hacia abajo. La recuerdo joven. La hizo recostar con las piernas
encogidas y separadas y mediante un puntero iba señalando la anatomía de
sus genitales externos .
La joven no atinó a negarse a
semejante vejación, pero se puso colorada. Un compañero dijo a viva voz:
“Profesor, me parece que para enriquecer aún más esta clase sería bueno
que usted también se baje los pantalones y exhiba sus genitales externos así entenderemos un poco más de la anatomía comparada entre ambos sexos”.
No
sé si el profesor era viejo, pero para nosotros, todos jóvenes
orillando los 20 años, parecía un anciano. El profesor enfureció, nos
gritó que “ mancillábamos la ciencia ” y que desperdiciábamos una
oportunidad única de incorporar conocimientos. Luego de este episodio,
presentamos una queja formal y creo que nunca más se llevó adelante la
escena de vejación disfrazada de enseñanza.
Estuve en la facultad
en una época de alta intensidad política, fin del gobierno de Lanusse,
la presidencia de Cámpora y finalmente la de Perón. Vivimos momentos
duros pero provocativos en los que se cuestionaba el carácter clasista y
desprendido de la realidad social de la formación médica.
Las críticas se relacionaban, y se relacionan aún hoy, con el médico como figura todopoderosa y con el paciente como un elemento pasivo, obediente, sin voz y a menudo –debía suponerse– sin alma.
Mi
primera opción como especialidad fue la cirugía. Una mañana, mientras
estaba cursando mi primer año en la escuela de cirugía del Hospital
Rawson, me tocó rotar por el servicio de cara y cuello . Mientras
examinábamos a un hombre joven vimos su historial: tenía un diagnóstico
de enfermedad maligna afectando un sector de su cara, el cuello y parte
del hombro. Se lo veía débil, pero no parecía muy enfermo.
Hasta
ese momento, sin embargo, él ignoraba su diagnóstico. Se acercó el jefe
de servicio y mientras señalaba sobre el cuerpo del paciente la cirugía
que le practicaría, anunció: “Le voy a eliminar la mandíbula inferior
, vaciar el contenido del cuello del lado afectado y, por último,
desarticular el hombro”. Lo dijo sin ningún pudor mientras recorría con
su mano las zonas que pensaba extirpar.
Toda esta explicación fue
hecha ante la atónita mirada del paciente que no podía creer que se
estuviese refiriendo a él. En ningún momento mi jefe reparó en el impacto que sus palabras estaban provocando sobre el enfermo.
Al usar la palabra paciente, refiero a una enorme cantidad de elementos puestos en juego en esta relación tan despareja.
El paciente recibe, no aporta
; escucha, no opina; se somete, no elige. Carece de la posibilidad de
ser un sujeto activo y de tomar las riendas de su recuperación. Una
queja permanente en los Journals médicos es la falta de compliance
(adherencia, obediencia) de los pacientes a los tratamientos
instituidos por los médicos. Mi humilde opinión es que cuando al
paciente no se lo considera “persona/individuo”, lo más probable es que su fidelidad al tratamiento sea escasa y con poco entusiasmo.
Si
bien no todos los cirujanos son como aquel del Rawson, preferí buscar
otros caminos. Me especialicé primero en cardiología y luego en
emergencia médica; aprendí un “oficio” –el de priorizar las acciones en
situaciones críticas– y tuve la oportunidad de formar muchos otros
médicos y paramédicos. Organicé sistemas de asistencia, ambulancias,
emergencias en clínicas y sanatorios, atención domiciliaria.
Fui exitoso y respetado
pero me alejé del paciente concreto porque sentía que no me alcanzaba
el esquema “médico-paciente-quince minutos-análisis-tratamiento-hasta
pronto”. Así no podía curar, pero aún no sabía de qué manera hacerlo.
La
medicina alopática como ciencia, con todas sus falencias, me sigue
pareciendo el método más adecuado para ayudar a los que sufren
enfermedades. Nunca dejé de estudiar ni de investigar los sistemas de
atención o la antropología médica que fue mi mayor influencia en los
últimos años.
Ni siquiera hablo de los enfermos, sino de rescatar otra vez el concepto de individuo al que le pasan cosas y que no debe “catalogarse” de enfermo
. Desde la medicina de hoy, ¿quién no está enfermo? ¿Quién no se
deprime en algún momento? ¿Quién no tiene un dolor en algún sitio del
cuerpo o se siente fatigado? Si vemos los programas en la TV tendremos
respuesta a todos estos problemas de “salud”.
La vida, sin embargo, da revancha
aunque yo hubiera preferido no tenerla porque el cambio vino del
padecimiento de uno mis tres hijos. Inesperadamente un día de invierno,
hace ya varios años, uno de ellos comenzó con un dramático cuadro de una
enfermedad llamada “colitis ulcerosa” que se caracteriza por trastornos intestinales con hemorragias e intensos dolores. Forma parte de las llamadas enfermedades inflamatorias de intestino.
Enseguida
consultamos con varios médicos sin obtener respuesta hasta que
decidimos acudir al “gran especialista” en la materia, un
gastroenterólogo renombrado que le suministró poderosos medicamentos que
intentaban “suprimir” las manifestaciones de la enfermedad.
El dolor no se iba , la hemorragia no cesaba, el padecimiento era infinito.
Pasé
a devorar la literatura médica existente. Me enteré de que se desconoce
por completo el origen de estos padecimientos que van en acelerado
aumento, que la estrategia de tratamiento comienza con antiinflamatorios
hasta terminar en ciertas drogas llamadas biológicas a las que se les atribuye la poco interesante propiedad de producir tumores.
Por
último está el recurso de la cirugía, la extirpación del órgano al que
se le echa toda la culpa: el colon. Nadie puede afirmar con certeza que
esto sea así, muchos pacientes dejan su colon en el quirófano y siguen con manifestaciones de inflamación en otras partes del cuerpo.
Varios
meses después de fallidos tratamientos, el especialista me planteó que
había decidido comenzar con una terapia inmunosupresora porque lo hecho
hasta allí había fracasado. ¿De qué se trataba? Con la idea de curar, se
iba a llevar ese cuerpo a un estado de indefensión extrema frente a cualquier virus o bacteria que anduviere por el ambiente.
¿Cómo
es posible –le pregunté– que pasemos de una enfermedad sin riesgo de
muerte, tal la colitis ulcerosa, a otra situación en donde sí hay riesgo de vida
? ¿Para curar debo provocar un estado cercano al sida? La otra duda que
planteé fue menos amable: ¿usted decide cuál va a ser el próximo paso
en el tratamiento sin consultarme? La imagen que me surgía era que
estábamos disparando con la luz apagada , sin saber dónde estaba el blanco.
En
este diálogo apareció con claridad que el especialista hablaba de un
paciente, pero yo estaba con un ser impaciente, pre-adolescente, harto de padecer los efectos secundarios
de los medicamentos, que sufría horrores con sus síntomas y con la
perspectiva de estar aún en peores condiciones. En ese instante decidí
que este no era el método, que ya nos habían estigmatizado y preparado para vivir de internación en internación.
Había
investigado ciertas estrategias que mostraban alta eficacia sin
medicamentos, utilizando dietas y suplementos especiales. Confirmé estos
hallazgos al contactarme con una nutricionista canadiense que
desarrolló un exitoso método en esa dirección. Introducirme en esta
nueva perspectiva me provocaba cierto vértigo pues se trataba de abandonar el rebaño . De desconocer aquello que los libros indican como “la verdad” e intentar un camino diferente.
Pero a los hechos debo remitirme: con el nuevo tratamiento, se fue el sangrado en menos de diez días y al año ya no había episodios agudos
. Quedó, sí, un intestino “sensible” al que hay que cuidar, pero nunca
más volvió a necesitar medicamentos, ni regresó ninguno de los síntomas
que se suponía iban a acompañar por siempre.
Quiero ser claro: no
estoy a favor de no medicar. Yo mismo soy hipertenso y tomo los remedios
clásicos para mantener la tensión a raya. Me hacen bien. Pero hay
enfermedades en las que terapias poco invasivas logran
resultados superiores. ¿Por qué entonces no utilizarlas? ¿Sólo porque no
implican drogas y terapias de última generación? Esta experiencia en la
propia piel me obligó a volver a la clínica médica. Los conocimientos
adquiridos durante mi forzada especialización en enfermedades
inflamatorias podían ser útiles. Desde esta nueva perspectiva puedo
abarcar padecimientos inflamatorios que parecen no tener relación con el
intestino pero que mejoran sustancialmente cuando se modifica la
alimentación. Dentro de estos cuadros se cuenta el colon irritable, el
Crohn, y en muchos casos hay conexión con otras tales como asma o
psoriasis. No se trata de la enfermedad de un órgano aislado sino de que
todo está interconectado y brotan manifestaciones globales del organismo que sin una visión integrada y compleja es imposible mejorar.
Durante el proceso, sentí que no había espacio para ser padre y médico a la vez. Sin embargo, nadie puede verme como un kamikaze
: hay, como señalaba antes, medicamentos y terapias que son de enorme
ayuda. Otras que no, que sólo ven el síntoma que intentan eliminar, pero
los efectos colaterales provocados por los remedios terminan siendo
peores que la enfermedad. En un hospital público, incluso, no aceptaron
mi participación en los ateneos de gastroenterología. Alguien me lo dijo
por lo bajo: no importa tu diploma y tu experiencia, aquí sos papá de un enfermo
y no un colega. Haber aplicado terapias exitosas pero diferentes a las
oficiales –aunque ampliamente aceptadas en Japón, por ejemplo– me
convierte en un outsider .
Hace unas semanas, estaba
almorzando en casa de amigos junto con su hija, flamante graduada de la
facultad. Ella cursa el primer año de la residencia en clínica médica
–primer entrenamiento que se realiza luego de recibir el título–.
Recién salida del cascarón
. A lo largo de la comida, escuché sus historias que me remontaban a
casi cuarenta años atrás, cuando en mis propios inicios me sentía
obligado a resolver casos complejísimos . Durante esa
conversación me di cuenta de cuan osados nos volvíamos al tener que
representar un rol para el que no estábamos preparados.
Después de muchos años de practicar la profesión recién pude darme el lujo de dudar, de decir con honestidad que no tenía idea de qué hacer
pero sí la firmeza de consultar con mis colegas acerca de la forma
menos agresiva de enfrentar casos difíciles. Al principio era osado y
ahora soy cauteloso. Al principio miraba al futuro. Ahora también, pero
acompaño esa mirada con la añeja enseñanza de Hipócrates: “Primero, no
dañar”.