Amig@s:
Un tema del que poco sabemos y del
que poco se comenta, es el cuidado de los ancianos, los que cubren sus cabezas con
cabellos blancos, los que repiten una pregunta varias veces, quienes con los
años se vuelven frágiles...
Copio la carta para que reflexionemos
con ella.
Querido hijo:
Te entregará esta carta Daniel, ya lo conoces.
Siempre caballeroso, siempre servicial, siempre buen amigo.
Yo habré muerto tres meses antes.
Este es el acuerdo con Daniel, que te haga llegar
la carta en mano.
Daniel y yo somos miembros de “Dulces”.
¿No te he hablado nunca de “Dulces”?
No te he hablado de muchas cosas de este maldito
asilo de viejos. Perdón, de esta maldita residencia de ancianos (para ser
políticamente correcta y hablar como a ti te gusta).
El asilo tiene capacidad para 100 “residentes”. Ya
sabes que nunca está lleno, entre otras cosas por lo rápido que se “vacía”. Es
decir, por las muchas muertes.
Los de “Dulces” llevábamos la estadística de muertes en el asilo y al cabo del
año mueren unos 25 viejos. Mueren más en invierno, durante la temporada de
gripe, con otro pico en verano si hay ola de calor.
¿Te parece mucho el 25% de letalidad? Y hablo de
letalidad porque estar en el asilo es una enfermedad. Las residencias de
ancianos enferman a los viejos, les inyectan la toxicidad de su ambiente
patológico (en el sentido de anormal). ¿Tú crees que a lo largo de la Historia
alguna tribu o algún grupo humano civilizado ha concentrado a los viejos en una
casa para esperar a que mueran? ¿Tú crees que alguien con algo de humanidad
enterraría vivos a los ancianos? ¿Tú crees que el premio a los desvelos de la
crianza sea este abandono en un infierno?
Estar en el asilo es adquirir una enfermedad de enorme gravedad, una “asilitis”
de pronóstico fatal. No tiene cura. Del asilo no hay quien escape vivo. Pero
los de “Dulces” al menos elegimos el momento de morir.
He pasado tres años en el asilo. Han sido horribles.
Sobre todo al principio, con la rabia de saber la jugada que habías organizado
con la víbora de tu mujer (para vender el piso, después de morir tu padre, un
calzonazos).
Daniel me ayudó a ver las cosas con claridad y a tener una esperanza de
liberación. Daniel es el líder en “Dulces”, además de una bellísima persona. En
sus mejores momentos hemos sido hasta diez los miembros de “Dulces”, pero ahora
sólo quedamos Daniel y yo.
No todo es tan malo si tienes algo que hacer y si
hay un final previsible.
Consuela y retrasa el daño de la “asilitis” el observar y anotar las terribles
anécdotas del día a día. Los de “Dulces” hemos sido un poco antropólogos que
examinábamos bajo a la lupa a los especímenes humanos de esta prisión.
Hemos sido antropólogos y verdugos, al tiempo.
Para que te hagas una idea, dos de mis anotaciones:
“Esa mañana, a las siete, el baño empezó por Ana.
Estaba totalmente demenciada, la subieron en la grúa, se cagó y abrieron la
ventana, por el olor (la temperatura exterior era de cero grados). Llamaron por
teléfono a la auxiliar que la limpiaba. Atendió la llamada y salió al pasillo a
hablar. Ana estuvo desnuda y colgada en la grúa, expuesta el frío durante
quince minutos. Ana empezó por la tarde con fiebre. Dijeron que tenía infección
urinaria. La llevaron al hospital al día siguiente, cuando amaneció postrada.
Murió. Dijeron que de la infección urinaria. Nos enteramos de la verdadera
causa: neumonía”.
“Es imposible que dejen bien las puertas (abiertas
o cerradas del todo). Así que Pedro se topó el otro día con una puerta a medio
cerrar. Pedro es ciego y un encanto. Pedro se cayó y se rompió la cadera.
Estuvo un mes en el hospital. Ha vuelto con escaras horribles, y demenciado”.
Las notas se las pasábamos a Daniel, y las íbamos
completando entre todos. Cada día nos reuníamos a media mañana para compartir
los hallazgos y para tomar decisiones que ayudaran a evitar tanto daño.
Por ejemplo, logramos que echaran a la auxiliar que
atendió a Ana aquel día. Le pusimos una trampa con dinero. En mi habitación.
Sabía que no podría resistirlo y marcamos el billete. Cuando la denuncié a la
directora, lo primero fue recriminarme a mí por tener dinero en la habitación,
pero lo segundo fue requerir a la auxiliar, que muy ufana enseño los dos
billetes que tenía de 20 euros, que “son míos”, dijo. Pero en uno de ellos
había escrito yo mi nombre (ya sabes, con mi pequeña letra, casi como una
cagada de mosca).
Las puertas semi-abiertas (o semi-cerradas, ya sé
que a ti te encanta este tipo de discusión, que a mí me desquicia) fue sobre
todo manía de una limpiadora. Tras la vuelta de Pedro del hospital decidimos
que era hora de actuar. Los de “Dulces” rodeamos un día a la limpiadora
mientras pasaba la fregona en el pasillo y una compañera le dio un fuerte
empujón. Al caer se agarró al quicio de la puerta. Daniel cerró de un golpe la
maldita puerta. Le rompió dos dedos de la mano derecha. Vio tales miradas de
odio en los que la rodeábamos que se aterrorizó, no denunció nada y se dio de
baja para no volver a aparecer nunca jamás.
Aquí es muy fácil robar psicofármacos. De hecho,
tenemos un verdadero “polvorín” con el que podríamos envenenar a Madrid entero.
A los viejos nos sienta fenomenal no tomar los medicamentos con los que
pretenden atontarnos, ya sabes, los neurolépticos, anti-depresivos,
tranquilizantes, somníferos, para el Alzheimer (donepezilo, memantina y otros)
y demás.
Lo tenemos comprobado, los viejos mejoramos al
dejar los medicamentos psiquiátricos. Eso sí, nos volvemos más “traviesos” e
incontrolables. También dejamos de hacernos las necesidades encima. La sala de
televisión deja de ser una jaula de zombis para ser una de grillos. Es una
alegría. Y no huele a mierda.
Los psicofármacos robados han sido nuestra salvación. Es fácil morir. Cuando un
miembro de “Dulces” decidía acabar, había un arsenal de píldoras, cápsulas y
gotas para tomar.
Nadie se preocupa de la causa de muerte. Aquí, ya
se sabe, todos estamos condenados a morir. Es lo normal, por la “asilitis”.
Teníamos precaución, no obstante, y nunca acumulamos
muchos muertos. Como máximo, uno al trimestre. Si dos miembros expresaban al
tiempo su deseo procurábamos que hubiera paz y tranquilidad, y dar prioridad al
que peor lo estuviera pasando.
Te puedes imaginar que este mundo es secreto. Te lo
cuento porque de “Dulces” sólo quedamos Daniel y yo. Daniel se irá el día que
te entregue esta carta. Sé buen hijo por una vez y no cuentes nada. En todo
caso, nadie te creerá, y no hay rastros (todos los de “Dulces” pedimos ser
incinerados). Sólo los restos que queden en el cuerpo de Daniel.
Has sido un mal hijo, pero no te tengo rencor. Me
echaste de casa aprovechando que tu padre insistió en donártela en vida. Quizá
deberíamos haber tenido más hijos, pero de nuevo tu padre se negó.
Por aquí has venido sólo en las ocasiones
imprescindibles. Y nunca has estado dispuesto a oír relatos horribles, el
terror en que vivimos los viejos en los asilos los ancianos.
“¿Todo bien, mamá?”. “Todo bien, hijo”.
“Cuídate, mamá”. “Me cuidaré mucho, hijo”.
“Ya sabes que te echamos mucho de menos, mamá”. “Lo
sé, hijo. Yo también os echo mucho de menos”.
“No puedo venir más, cada vez tengo más
compromisos”. “Claro, hijo, es muy importante tu profesión”
“¿Sabes que te quiero, mamá?”. “¡Claro, hijo!”
“Esta es una residencia estupenda, da gusto ver
cómo te cuidan”. “Por supuesto, hijo, estamos en la gloria”.
“He dejado dicho que me avisen si tienes el menor
problema”. “¡Qué buen hijo eres, hijo!”.
Y así, las tres o cuatro veces que me visitabas al
año. Estuvo bien elegir “La flor viva”, este asilo en Orense, a más de 500 km
de Madrid, por aquello de que “Esas son tus raíces, de donde viene la familia”.
Se salva tu hija, mi nieta Lara. En vacaciones se
presentaba más de una vez sin avisar (y sin decírtelo). A veces con un novio, a
veces con otro. Siempre alegre y dicharachera, siempre independiente y fuerte.
Pasamos buenas horas juntas. Será una mujer plena, y no creo que te haga lo que
tú me has hecho a mí.
Algún día comprobarás que el triunfo profesional es
pura vanidad de vanidades, pero entonces ya habrás perdido todo lo importante
de la vida.
Que Dios te maldiga.
Tu madre
Alejandra.
NOTA
Efectivamente, a los tres meses Daniel se fue en
tren a Madrid, sin avisar en el asilo. Pero no entregó la carta a Lorenzo, el
hijo de Alejandra. En su lugar localizó a Lara, la nieta. Le dejó leer la carta
mientras tomaban un café en la terraza del Círculo de Bellas Artes.
Lara lloró y lloró sin consuelo.
Se despidieron con un fuerte y prolongado abrazo.
Daniel rompió la carta y desapareció para siempre.