“¿Has visto que te hemos saludado desde fuera? Eres ya un VIP”, le
dice el médico al entrar a Justo Jiménez, de 65 años, que sonríe
halagado en su habitación de la tercera planta del hospital de La
Princesa. Está aislado porque el tratamiento de su cáncer de próstata le
hace especialmente vulnerable a las infecciones. “No puedo salir; si
no, estaría allí abajo en las protestas todos los días”, cuenta. Cada
poco abre la ventana y coloca bien la pancarta que el viento ha
revuelto: “La Princesa es como nuestra casa. No debemos hipoteca, no nos
desahuciéis. Un paciente”, se lee en una sábana escrita con rotulador y
pegada al alféizar con esparadrapo.
Jiménez ingresó al día siguiente del anuncio del Gobierno regional que ha puesto patas arriba a toda la sanidad madrileña. Junto con los Presupuestos de 2013, Ignacio González proclamó la privatización total de la gestión de seis hospitales
construidos hace apenas cinco años, la externalización de 27 centros de
salud, la entrada de empresas en los servicios no sanitarios de todos
los hospitales madrileños, la transformación del Carlos III en hospital
de media y larga estancia y la conversión de La Princesa en centro
especializado en mayores de 75 años. El día 1, festivo, Jiménez se
encontró que su hospital ya estaba en lucha. Al día siguiente, sábado de
un puente, una asamblea multitudinaria decidió iniciar un encierro. La mecha había prendido.
La Princesa es solo uno de los muchos centros amenazados.
El peligro, en su caso, no es la privatización —de momento—, sino el
desmantelamiento de un hospital con 160 años de historia, puntero en
docencia e investigación que ofrece 40 especialidades a una población de
300.000 habitantes. Y, sin embargo, se ha convertido en símbolo de toda
la lucha de la sanidad pública. Sus trabajadores -desde el jefe de
servicio hasta la celadora- y sus pacientes
fueron los primeros en movilizarse. El incendio prendió primero en el
Infanta Leonor de Vallecas y el hospital del Henares, en Coslada. Y
después se extendió a todos los demás: encierros, concentraciones,
marchas…
La sanidad madrileña está en llamas. Lo sabe bien Justo Jiménez, que
desde su habitación silba y grita como si estuviera con los demás
cortando la calle de Diego de León o Francisco Silvela. Y también lo
saben en el Gobierno regional. El consejero de Sanidad, Javier
Fernández-Lasquetty, ha evitado sus habituales visitas a los hospitales
esta semana. El Gobierno está solo en esto. Los sindicatos en pleno, la
oposición, las sociedades científicas, el Colegio de Médicos, asociaciones de pacientes… Todos han rechazado, y algunos de manera muy contundente, las medidas del llamado Plan de medidas de garantía de la sostenibilidad del sistema sanitario público.
"Vengo cada dos por tres por infecciones. Con 40 de fiebre. Aquí me
conocen y saben lo que necesito. Si ahora me quitan la urgencia, ¿a
dónde voy? ¿Qué hago? ¿A otro hospital y otro médico cada vez? Tengo un
historial que es una enciclopedia", dice Jiménez. Su problema de salud
le obligaba tan a menudo a ingresar en La Princesa que hace un año se
mudó a un piso cercano. Lo decidió también por sus hijos, que trabajan, y
de los que no quería estar dependiendo. "Fíjate lo que me supone a mí
que me manden a otro sitio. Tengo la constancia de que científicamente
han hecho por mí lo imposible. Y humanamente ni te cuento. Sé que este
es solo mi problema. Pero como yo habrá miles".
Yolanda Otero, de 62 años, no teme por su puesto como enfermera.
Tiene plaza, aunque comparte su jornada con compañeras interinas o
eventuales. Esta vez no se trata de empleos, que también, ni de
condiciones laborales, asegura tras tomarle la tensión a Jiménez. Se
podría decir que el movimiento de protesta, la llamada marea blanca, es a
la vez altruista y egoísta. “Estamos aquí por la sanidad pública. La
sociedad no puede perder lo que hemos ganado en todo este tiempo. No
podemos pagar la mala gestión de algunos. Esto es un retroceso de 40
años. Como no nos movamos, todos, nos quedamos sin sanidad pública”,
predice. Por eso, en realidad, la lucha es interesada: todos somos
pacientes. “Tengo más miedo como usuaria que como médico”, sostiene
Patricia Alonso, geriatra del hospital Infanta Leonor.
Se les llama los nuevos hospitales porque, en un alarde inaugurador
sin precedentes, Esperanza Aguirre consiguió abrirlos todos casi a la
vez, en 2008. Muchas voces se alzaron entonces contra la conveniencia de
levantar seis nuevos hospitales de agudos. ¿Eran necesarios? ¿Se
diseñaron en base a algún plan? Debió de haberlo, pero nunca llegó a la
opinión pública. Ahora, solo cuatro años después, resulta que sobran dos
centros de agudos, que se reconvierten: el Carlos III y La Princesa. Y
los nuevos, levantados mediante concesión administrativa con contratos a
30 años, pasan a manos privadas. “Sin reformas se hundiría la sanidad
pública”, aseguró Lasquetty esta semana en la Asamblea.
PSOE, IU y UPyD dudan de que sean estas las reformas que la vayan a
salvar. Incluso el Colegio de Médicos, tradicionalmente poco crítico con
el Gobierno regional, ha rechazado “de forma rotunda” las medidas
anunciadas por Ignacio González. Lo mismo que los sindicatos (Satse,
CCOO, Amyts, Csit-UP, UGT y Usae) que, en un comunicado conjunto,
denunciaron que se trata de “una ofensiva privatizadora sin precedentes
en el sistema sanitario público madrileño que dinamita el sistema
madrileño de salud”. “Las empresas están para hacer negocio, eso está
claro”, dice una enfermera del hospital del Sureste, en Arganda, que,
como es interina, pide anonimato. “Y eso repercute en el paciente.
Nosotras somos tres para 30 camas; compañeras de la privada nos cuentan
que allí solo hay una, sobre todo por la noche”.
Hace días que pancartas improvisadas inundan los hospitales. “En
venta”, dicen los que decoran los pasillos de los nuevos, los de gestión
semiprivada. “Este es tu hospital, defiéndelo”, dicen otros. Incluso
centros a los que no han llegado tan directamente los recortes se han
movilizado. En la fachada del hospital infantil Niño Jesús, frente al
parque del Retiro, anuncian que, dentro, hay trabajadores encerrados “en
defensa de la sanidad pública”. Unas 400 personas salieron ayer en
Aranjuez bajo el lema “La sanidad no se vende, se defiende”. Todos los
servicios no sanitarios en todos los hospitales serán prestados por
empresas, anunció también González. La lavandería que lava la ropa de
los hospitales públicos, con más de 350 trabajadores —más de la mitad,
temporales—en Mejorada del Campo, también se privatiza. Cuanto más se
sabe, más arrecian las protestas.
Y más solo se queda el Gobierno regional. Distintas fuentes
consultadas por este diario, algunas en puestos directivos, se preguntan
quién ha diseñado este plan. Lo ha hecho sin contar con sociedad médica
alguna, ni con el Colegio de Médicos, ni siquiera con los directores
gerentes de los centros afectados: algunos se enteraron pocas horas
antes que la prensa. Estas fuentes apuntan a una persona, el director
general de Hospitales, el médico Antonio Burgueño,
como el ideólogo del plan. Fue director médico de la aseguradora
privada Adeslas (1990-2001) e ideó el proyecto del hospital de La Ribera
de Alzira, en el que se ha inspirado el Gobierno madrileño para crear
los hospitales de gestión privada de Valdemoro, Torrejón y Móstoles. El
Gobierno regional aduce razones económicas para explicar los cambios. La
gestión privada es más eficiente, repiten sus altos cargos.
Este diario ha solicitado los estudios, o incluso únicamente los
datos que justifiquen esa afirmación. No ha obtenido respuesta. Tampoco
la han obtenido los partidos de la oposición en la Asamblea. La única
cifra que repite el Gobierno regional es que la gestión privada cuesta
441 euros de media por paciente y año, frente a 600 en la pública. Una
comparación que los expertos tiran por tierra porque no tiene en cuenta
la complejidad de los procesos. “Lo que se les complica en el de gestión
privada nos lo mandan aquí”, dice un cirujano de La Princesa. “No es lo
mismo un trasplante que enyesar una pierna rota”, apunta otro médico.
La Princesa es precisamente uno de los hospitales con más complejidad
de Madrid. Según la última memoria del Servicio Madrileño de Salud
(Sermas), de 2011, es el que tiene el mayor peso medio. Los nuevos, en
cambio, los que menos. Unos 5.500 profesionales sanitarios se verán
afectados por el paso de la gestión pública a la privada de los seis
hospitales abiertos en 2008, según datos sindicales. Los sanitarios
(médicos, enfermeras, técnicos...) con plaza fija irán a otros
hospitales de la red pública, con lo que desplazarán a los interinos.
Para los que no tienen plaza, el panorama es más sombrío: el despido o,
con suerte, la contratación a cargo de la empresa que gane el concurso.
Algunos detalles parecen demostrar la improvisación de estas medidas.
Solo unas horas antes de la rueda de prensa en la que González anunció
el cambio de modelo, el 31 de octubre, médicos que había superado las
últimas oposiciones escogían su plaza de medicina interna. Decenas de
ellos eligieron los nuevos hospitales. Un rato después se enteraban de
que esa plaza deja de existir. Médicos contratados por empresas ocuparán
su lugar y ellos irán a parar a hospitales tradicionales como La Paz o
el Gregorio Marañón, a su vez desplazando a los interinos. La oposición
de interna es el ejemplo más extremo, pero en los últimos meses médicos
de otras especialidades han estado eligiendo plazas para hospitales sin
saber que iban a ser privatizados.
Los médicos asociados en AFEM, de reciente creación y sin vínculos políticos ni sindicales, han convocado una huelga
para la última semana de noviembre. La geriatra Alonso explica por qué:
“Necesitamos que los pacientes sepan que lo hacemos por ellos, porque
sabemos lo perversos que son los sistemas de incentivos de la sanidad
privada. Es una cuestión de responsabilidad”.
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